sábado, 14 de junio de 2014

Calibre 50.

El eco de los impactos resonaba en sus tímpanos.
Se mantuvo impávido, mientras la mirilla de veinticuatro
aumentos reflejaba en su retina el baile misterioso
con el que los soldados enemigos se precipitaban contra
el asfalto. El ambiente se postraba árido.
La metralla del fuego continuo de la infantería causaba
estragos en las estructuras de hormigón de los edificios,
causando una lluvia de pequeños escombros seguida por
los alaridos de decenas de cuerpos que luchaban por ponerse a salvo.

El objetivo se fijaba ahora en una azotea, lo suficientemente lejos como
para ver a alguien de cuerpo entero a través del ojo de una aguja.
Un individuo, de piel negra y uniforme verdoso, aparecía tras la
salida a la azotea del respectivo edificio, mostrando en su rostro
cierta mueca de pavor y terrible miedo, viéndose acorralado así mismo
en una jaula situada a otros tantos metros del suelo.

Humedad variable. Viento sur a trece, 723 metros.

Las indicaciones llegaban continuas a su audífono, colocado en el
oído izquierdo, por el cual su observador traducía las matemáticas
convertidas en un macabro tutorial de caza.

El tacto frío del gatillo en la yema de su dedo índice le daba un plus
de tranquilidad, de gélida paz, lo cual le permitía mantener sus
constantes vitales en un punto en el cual sus manos se mostraran
rígidas al sostener sobre su propio peso aquel Barret de calibre 50.

El mimético traje del cual hacía gala, junto a semejante distancia,
le otorgaban una seguridad completa. Su mano derecha se apartó
del gatillo, posándose sobre los calibres rotatorios de la óptica.
9 milímetros vertical, -3 milímetros horizontal. Esa era la receta
para que el proyectil volara 700 metros haciendo pedazos a ese
malnacido.

Su dedo índice volvió lento al férreo y cóncavo espacio, el cual,
tras una determinada presión, activaría el percutor del arma,
impulsando la bala a una velocidad inimaginable, portando tras de sí
una muerte instantánea, a la vez que, irónicamente, la paz final.